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EZINBESTEKO IBILBIDEA
Las samaritanas
Nº de inventario: 065
Técnica: Óleo sobre tela
Clasificación: Objeto de arte
Medidas: 208 X 239 cm
DESCRIPCIÓN
Cuando se encontraba sentado en el brocal del pozo, esta mujer, cuyo nombre no nos es revelado, se acerca a sacar agua y Jesús le pide que le dé beber. Tras un breve debate y una pregunta Jesús le comunica que no es en un lugar determinado donde hay que adorar a Dios, pues Dios es espíritu y es en espíritu como hay que implorarle. Así Jesús se presenta como el Mesías que esperan los samaritanos. Una vez más Gustavo recurre al simbolismo.
Su título nos introduce en un lienzo en el que un grupo de mujeres, en diversas posturas y actitudes, portan cántaros de agua, probablemente recogidos en el río que se vislumbra al fondo o en una fuente. Tras las mujeres, un paisaje árido, donde la obra construida por el hombre, el pueblo, las murallas, adquieren la misma pátina que la naturaleza de su entorno en una simbiosis que hace que hombre y naturaleza sea uno. Hay un panteísmo innato en la presencia del ser humano y la naturaleza premeditado en el artista. La mujeres no meditan, no sonríen como las mujeres más carnales de Maeztu, se convierten, al igual que el personaje bíblico del que toma el nombre el cuadro, en las conocedoras del porvenir, sobre ellas pesa una gran carga y un gran desprecio pero ellas, admiradas siempre por Maeztu, atisban el porvenir y no se rinde, están acostumbradas a esperar, son las transmisoras del pasado y no se rinden, no muestran fatiga pese al duro destino.
El simbolismo, fuerte y directo, actúa remarcado por unos colores predominantes, los rojos, verdes, ocres y azules. Color que, como dijo el crítico Juan de la Encina, “canta en él con pleno acento: es como una espléndida llamarada. El cielo violáceo y tormentoso, el paisaje áureo, generoso de materia, las figuras en gradaciones de tonos grana con manchas verdes sombrías, todo ello nos habla de un fuerte temperamento colorista”.
La nota más clara es el oro en que baña el sol del atardecer las murallas de la ciudad en una distancia verdosa.
El cielo presenta un tono violáceo oscuro y los rojos de las vestiduras tienen el valor suntuoso de las vidrieras. Las mujeres son figuras monumentales y flexibles, altas de caderas, de tez dorada, agrupadas dos en cada lado y erguidas con esa majestad que adquieren quienes están acostumbradas a llevar cántaros u otros pesos en la cabeza. El vacío entre los dos grupos laterales está ocupado por la figura de una mujer recostada al igual que el puente en lomo de asno salva el vacío entre las dos orillas del río. El orden es casi simétrico, con la insistencia justa sobre las diferencias de actitud de las figuras para evitar la monotonía. Es un cuadro concebido en un estado de ánimo de placida serenidad.