50 años buscando el sentido de la vida a través del arte
El año del jardín
Es sorprendente la capacidad de algunas obras para suscitar las eternas preguntas sin respuesta. La obra de Henri Lenaerts, un escultor belga, de 83 años recién cumplidos, que desde hace mucho vive en un pequeño pueblo navarro cultivando su arte junto a un hermoso huerto de olivos y viñas, nos habla de nuevo sobre la vieja relación entre arte y naturaleza. “La cultura metafísica –decía con razón Jungers– reposa, en efecto, en el reino vegetal; y no hay mejor curso universitario sobre las cosas invisibles que se hacen visibles que el año del jardín.
Sin embargo, el enigma que entrañan las grandes palabras ha hecho estremecerse las cabezas y los corazones más grandes La pregunta sobre el arte y sobre sus relaciones con la belleza, con la verdad, con la naturaleza, etc., ha llenado tantas páginas y tan dispares en los tratados de estética, que hemos llegado a un punto en el que nadie sabe qué se dice cuando se dice arte. ¿Hay alguna posibilidad de aclararse sobre este asunto? En otro caso, ¿cómo podemos todavía convocar a semejante fantasma sin suscitar el pasmo general?. Y sin embargo la vieja palabra resulta tan inevitable que, de una forma u otra, desde los griegos no han cesado los esfuerzos para otorgarle un sentido. Desde entonces, en nombre de la belleza o sin ella, la ciencia del arte ha discurrido por las más diversos argumentos. El unum platónico. El “artificio” del las artes plásticas o la “verdad” de las literarias. Un “desinteresado y sublime derroche”. La razón, el concepto, la “idea o más bien lo contrario, la emoción que falsea la naturaleza de lo bello y la imaginación mediante la cual la obra de arte desborda el concepto que contiene. El “bello bien” y el “valor moral” con el que la teoría recorre el largo camino del piadoso humanismo que inaugura la Ilustración. La forma que emerge triunfante del caos y la oscuridad; y su percepción. La ”belleza antiindividual”. La “expresión” encargada de penetrar en las cosas y embriagarlas con el palpitar de la propia vida del artista. Y ahora que hablamos de vida: la vida misma, lo real, la técnica, su verdad y su transformación en más verdad si cabe, experimentum mundi, hasta desarticular lo real y alcanzar el “mal”, fundamento último de un arte imaginativo –imaginario más bien- aplicado a significar lo irreal, el no ser y por ende el mal. He aquí al arte convertido de pronto en la imponente herramienta que nos permita acceder a lo inaccesible: destruir la naturaleza, “subir a los cielos y arrojar a Dios sobre la tierra”. Así es cómo el artista, el malvado artista, al sustraernos del mundo necesario, pretende hacernos más libres.
En fin que el arte se ha atribuido deberes tan imponentes y heterogéneos: sacralizar el mundo, secularizarlo, fundarlo, describirlo, transformarlo y hasta destruirlo, que la inevitable palabra, agotada de emplearse en tan absurdos menesteres, ha sido abandonada. Se diría que, si no fuera por los astutos administradores de la industria de la cultura, que están empeñados en mantener a toda costa los rentables misterios que supuestamente oculta, esta vieja conocida de oídas que atiende a duras penas a la voz de arte, como un personaje que ha perdido la razón, hubiera sido olvidada hace mucho tiempo.
Pero queda lo intratable. En toda su extensión, la Naturaleza. La impresionante conciencia del pasar, la encarnizada pérdida y ganancia de las cosas, la continuada construcción y destrucción del mundo. Se ha dicho que el arte es para los que no han aprendido a morir. Tal vez (acaso ésta esta sea la señal que mLenaertsejor identifica la escultura de Lenaerts) para aprender a hacerlo.
Escultura y paisaje.
No falta, (em)pero, quién asegura que arte es todo lo que no es naturaleza y a la inversa. Apofática salida del conflicto que, tal vez como debe ser, no da respuesta a nada ni a nadie.
Sin embargo, la relación del arte con esa forma de la naturaleza más próxima y asequible que representa el mundo exterior, el campo que se hace visible amablemente a nuestros ojos en forma de jardín, constituye un indulgente argumento para reclamar de nuevo la atención del arte por la naturaleza. Es un primer momento, el momento del jardín. El arte francés del siglo XVIII. Los jardines de Versalles, Watteau y el resto de los “pintores galantes”, nos ofrecieron la imagen de una naturaleza “ideal”, adornada con hermosas esculturas de ninfas inocentes y desnudas, inspiradas por el gusto de vivir refinadamente y los deliquios de la politesse.
Pero “la cultura que reposa en el reino vegetal” “las cosas invisibles que se hacen visibles”, en palabras de Junger, no pueden reducirse, sin traicionar al uno y al otro, a semejante simulacro.
La naturaleza entera, acaso hoy más que nunca, nos interroga. La escultura de Lenaerts lo repite en silencio. Humanizarse y naturalizarse, son obviamente la misma cosa. La obra de arte, la escultura en este caso, introduce en la naturaleza la presencia del hombre que levanta lugares, le confiere la impronta de su conciencia, la humaniza. Pero al mismo tiempo, la escultura, el bronce que adopta su forma, transpira la mano que la modeló primero y la fundió después y el espíritu que la devuelve a la Naturaleza misteriosamente. “Lo bello- escribe Goethe- es una manifestación de las leyes secretas de la Naturaleza, que a no ser por su aparición quedarían eternamente ignoradas para nosotros”.
Hay muchas formas de vivir, muchos conceptos para definir el arte. El que Henri Lenaerts ha elegido o quizás habría que decir, aquél por el que Henri Lenaerts ha sido elegido, es el que proclama discretamente la presencia silenciosa del tiempo que transcurre, el lento y continuo fluir de las cosas, el viejo y obstinado latido del hombre y su anhelante deseo de encontrar por fin un lugar para reconciliarse consigo mismo y con la Naturaleza.