La propuesta con la que Iratxe Montero (Estella 1974) se acerca por vez segunda hasta el museo Gustavo de Maeztu, nos sitúa de inmediato ante lo que han sido algunas de las preocupaciones capitulares de su trayectoria artística; y por tanto, aunque sea sucintamente, parece obligado efectuar un repaso de alguno de sus antecedentes al objeto de interpretar de un modo más ajustado su actual deriva creativa.
Desde su primera exposición colectiva (1997) en la sede de la BBK de la capital vizcaína, la autora formada académicamente en las facultades de Bellas Artes e Historia del Arte de la Universidad del País Vasco, ha pugnado con denuedo por privilegiar en su obra los materiales que podríamos convenir en denominar táctiles, como la parafina, la escayola o el látex. Elementos todos ellos que por su propia consustancialidad y composición se resisten a ser tratados en los parámetros tradicionales de las técnicas artísticas al uso.
Así, cabría destacar, que para I. Montero son los propios materiales convenientemente aplicados los que en una primera instancia parecen convertirse por ellos mismos en técnica y soporte del trabajo propuesto, un trabajo que en las sucesivas incursiones de la autora por estos frágiles universos ha estado más encaminado a establecer una suerte de diálogos (tensiones) de complejidad, que a recalar en el agradecido acomodo que comporta trabajar con lo ya conocido.
Esta huida de lo previsible se antoja singularmente emblemática en los atrevidos deslizamientos que la artista navarra ha efectuado en torno a utillajes de carácter visual. Así, en lo que sin duda es una temprana etapa (1996), podemos encontrar una obra en formato video filmada en el faro viejo de la localidad portuaria de Algorta, donde la autora se empeña (en un esfuerzo que por otra parte sabe imposible) en mostrarnos los destellos de las intermitencias que provoca el foco en actividad del propio faro. Un faro cuya esfera menesterosamente gira sucesivamente sobre sí misma en un ejercicio autoreferencial de rotación endogámica, y que como es fácil intuir, la cámara sólo puede captar en su impotente longitud de campo, de un modo fragmentario y nunca en su unívoca y aspirada totalidad.
No obstante, es con toda certeza en este su segundo video al que seguidamente vamos a hacer mención, donde la relación o casi mejor el aire de familia con las piezas expuestas en la muestra que nos ocupa y a la que nos referiremos más adelante, es de una semejanza conceptual mucho mayor.
Este trabajo, en sí mismo, constituye todo un ejercicio de lirismo teleológico que mutas mutandi comprende al menos el germen de la reflexión que en torno a la evanescencia y la volatilización vaporosa de lo efímero en el arte parece acompañar recurrentemente el discurrir especulativo y poietico de la artista de Estella.
Así a través de la filmación de las letras moldeadas en hielo que conforman el vocablo NINPHEA (nenúfar en griego), podemos observar en toda su delicada pero ineluctable descomposición, la conversión de las heladas letras en un conjunto de formas aleatorias que van mutando a la celeridad con la que el hielo va derritiéndose, convirtiendo el espectáculo en único e irrepetible. Único porque fenece allí mismo (es en sí y para sí), e irrepetible porque efectivamente, aunque colocásemos un juego de letras realizado con los mismos moldes y reprodujésemos las correspondientes condiciones térmicas y/o atmosféricas, no lograríamos jamás una descomposición siquiera similar a la anterior.
Sin duda, estos un tanto auráticos ejemplos además de ser ilustrativos de sus preocupaciones conceptuales, sirven también para confirmar la primigenia apuesta, mantenida contra viento y manera, de la artista estellesa por trabajar con técnicas nunca lo suficientemente exploradas, y por tanto, por atreverse a tantear veredas un tanto inextricables, cuyo resultado parece siempre alejado de cualquier tangencialidad con la certidumbre.